
El niño, que va de mi mano, me sirve de lazarillo, en no pocas ocasiones, para decirme que no le tenga miedo a la noche, porque no existen los fantasmas, que no chille, ni levante la voz en exceso, ni insulte a nadie (¿por qué me van a gustar las peleas si jamás protagonicé ni una sola?), ni tropiece en la misma piedra, ni me crea un centímetro más de lo que mido, ni siquiera un poquito más que nadie, y que hable menos para dejar hablar a los demás y escuchar hasta el fondo a los que se nos acercan para que podamos entenderlos hasta el fondo.
Y le escucho porque tiene razón y, gracias a su frescura y espontaneidad, la vida tiene otro color y una nueva forma de mirar las cosas, los paisajes y los paisanajes que me encandila.
El niño que no me abandona, mitad travieso - mitad pícaro y un pelín aventurero, me enseñó de niño la rebeldía y desde entonces sigo bebiendo y viviendo de ella. Dije no al mundo, sus pompas y vanidades y me enfrasqué en una aventura, que hoy se me antoja asombrosa, ¿cómo pude, pudimos, con tanto y durante tanto tiempo y mantenernos a flote? y con el mismo talante rebelde dije: adiós, hasta siempre lo vivido, para reconciliarme con el mundo, el demonio y la carne en feliz maridaje del que no me arrepiento lo más mínimo, porque me ha reconciliado con mi yo más querido, personal e intransferible. Del mundo he aprendido a ser humano, social y solidario. Del demonio a ser en momentos luminoso y en épocas rebelde. De la carne a disfrutar de la ternura y adentrarme en las profundidades inagotables del sexo y sus afines.
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