jueves, 27 de octubre de 2011

Desde mi ventana: Madurez (Ángel de Castro)


Dije alguna vez que, después de tantos años girando y girando en torno a los mayores, escribiendo, charlando y conferenciando sobre ellos y para ellos, no volvería a tocar el tema, entre otras cosas para no caer en un bolero de Ravel en malo, pero en cuanto oigo, leo o veo algo sobre el tema, me lanzo y no puedo remediarlo. Éste el caso, y nada menos que leyendo a dos de mis escritores predilectos: Javier Marías y Rosa Montero.

El primero, celebrando el momento de cumplir 100 años una buena amiga de sus padres que ha terminado siendo de él igualmente, de la que dice que es una “mujer de las que desmienten que con la edad se pierdan la curiosidad y la vehemencia”.

Me he levantado al terminar este párrafo a coger el libro de este escritor Aquella mitad de mi tiempo, porque he recordado que en un uno de sus capítulos hacía referencia a esta mujer y, en efecto, Mis viejas, se titula, en donde habla de Dña. Blanca Chacel, de Rosa María Alonso y de Carmen García, en donde escribe con un exquisito respeto y cariño que el mundo está lleno de ancianas benévolas y muy listas y que debiéramos hacerles muchos más caso, no por compasión o por “hacerles compañía” sino más bien para que nos la hagan ellas y nos enseñen y nos quieran y nos transmitan su ironía y su contento de andar por la vida, tan ligeras de equipaje, añadiría yo. Y termina con esta frase deliciosa: “El mundo será mucho peor y más bobo el día que ellas ya no lo honren con su risa y con su aliento”.

La segunda, Rosa Montero, el mismo día y en el mismo periódico, esta magnífica escritora vuelve sobre un tema querido para ella: frente a una sociedad que idolatra tontamente a la juventud y desdeña a los viejos urge descubrir la verdad de muchos mayores que saben envejecer y nos dan buenas lecciones de vida. Comenta Rosa Montero cómo en el asunto del amor todos somos eternamente niños, que no aprendemos jamás y que repetimos a lo largo de nuestra vida los mismos errores.

Y nos recuerda el caso elocuente de unos de los más grandes escritores de la literatura de todos los tiempos, Goethe, con un talento fuera del común de los mortales, quien “perdió por completo su lucidísima cabeza a los 74 años” (74 años no eran hace dos siglos lo mismo que ahora, cuando entonces la media de edad estaba entre los treinta y los cuarenta) y se enamoró perdidamente de una jovencita de 19 años, de tal forma que cuando pasaba junto a su ventana dejaba el trabajo y salía detrás de ella sin sombrero ni bastón.

Y termina de forma no menos deliciosa y profunda: “Qué maravilla constatar que, cuando todo decae y todo se hunde, sigue habiendo dentro de ti un adolescente emocionado e irreductible”. Qué maravilla llevar siempre muy dentro y arropar al niño, al joven y al adulto que nunca debimos de dejar de ser.

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