lunes, 7 de abril de 2014

La vieja de la escoba
Voy caminando por la calle, y de pronto me cruzo con una mujer que barre el frente de una finca. La vieja tiene unos 80 años quizás; es flaca, como el palo de la escoba que sostiene entre sus manos.
Pero no sólo es flaca, es atípica. Su rostro enjuto no refleja mucha inteligencia. La mirada se concentra en su objetivo: el punto donde la escoba hace contacto con el suelo.
Sobre su cabeza lleva una bufanda que amarra firmemente debajo de la barbilla, como los lienzos con que se ata la mandíbula de los muertos para que cierren la boca. Y sobre la bufanda a rayas, rojas y grises, tiene un gorro tejido en el que fue utilizado el doble de estambre del que era necesario, con un vértice erecto y vacío apuntando en dirección al cielo, y un dobladillo abultado, que enrolla sobre sí mismo lo que parecen ser unos 20 centímetros de lienzo sobrante.
la vieja de la escobaSe mueve con pasos cortos y violentos, como los jadeos renegados de una respiración fatigada, que buscan compensar algún déficit con urgencia. Pero ella no se ve cansada; más bien parece estar dotada de una energía excesiva, tan innecesaria como el adefesio que cubre su cabeza, porque, habrá que aclarar, que frío realmente no hace.
Y bueno, sus pantalones no podían ser más a tono: unos pescadores holgados  exhiben, casi obscenamente, los huesos de sus tobillos y rematan en dos chanclos robustos de goma, que, voraces, han digerido la calceta del pié izquierdo, dejando descobijado el talón.
La descubro al pasar y me digo, ¡Uff!, Dios quiera que la vida no venga a convertirme en un viejo patético y extraño, que mueva a risa cuando se le ve al pasar. Y me apresuro a sentenciar ¡Por favor, antes muerto!.
Sigo caminando, porque la idea es caminar para mover las piernas, y cuando vengo de regreso, desandando el mismo camino que no me llevó a ninguna parte, 30 minutos después, allí sigue la vieja, con la misma energía, barre que te barre, atacando un polvillo fino que nunca logrará erradicar.
Con una flexibilidad que asombra, se dobla hasta el suelo para tomar el recogedor de cabo corto con el que va levantando pequeños montículos del polvo recolectado. Sin soltar la escoba se desplaza hasta la cubeta, y regresa para retomar el barrido, justo en el punto donde lo dejó.
Esta mujer no puede estar haciendo la tarea por necesidad. Me doy cuenta que para ella es una actividad trascendente, relevante. ¡Ve tú a saber si se levantó de madrugada para comenzarla! Bien visto, tal vez a esas horas su atuendo no se vería tan conspicuo.
Cuando la dejo atrás nuevamente, ya no estoy tan seguro de que la anciana sea el anuncio de una vejez odiosa. Me pregunto ¿Será feliz? Unos metros más allá de mi caminar sin sentido me doy cuenta que simplemente hace lo necesario para vivir su vida.
Debe tener ratos dulces alternando con otros amargos. Su ser actual debe ser el residuo de una existencia conformada en acuerdo con su circunstancia. Seguramente hoy, cuando finalmente guarde su equipo de barrer la calle, seguirá desempeñando otras labores insulsas y exhaustivas que le harán pasar ocupada el resto del día. Así, al llegar la noche, después de sus oraciones, atropelladas y mecánicas como el movimiento de su escoba, en el crepúsculo de su conciencia, tal vez se proponga comenzar a barrer de sur a norte, o colocar una bolsa de plástico a la cubeta para tirar la basura sin cargar el peso del recipiente.
La juzgué simplemente por lo grotesco de su apariencia ¿Qué pensarán los demás de mi ridículo sombrerito, o de mis pláticas con los árboles? ¿O de mis caminatas que no llevan a ninguna parte? ¿Qué rarezas se estarán cocinando dentro de mí para exponerse si llego a los ochenta años?
Antes de llegar a casa ya he pedido perdón silenciosamente a la vieja de la escoba. Me doy cuenta que la vida encierra una sabiduría que sólo es accesible a los sencillos. ¡Qué dicha poder aprender de ellos!.
A cada cual se nos da la vida en una versión particular. Hoy descubro que por insulsa e improductiva que resulte mi existencia, por irrelevante que parezca a los demás; a pesar de mis rarezas y limitaciones, sin más pretensiones que mantenerme en movimiento, viviré dando las gracias cuando mis ojos se abran, al amanecer el nuevo día.

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