lunes, 4 de mayo de 2015

Reflexiones de un jubilados: “La edad del pensamiento”

¿Condiciona la edad el pensamiento? A una persona mayor la retiran de aquellas funciones que necesitan rapidez de reflejos físicos, como piloto de línea aérea, o portero de fútbol. Circunstancia que puede hacer pensar a algunos que también deja de ser útil en la parcela donde se cultivan las ideas. Nada más lejos de la realidad. Lo único que cambia en los mayores son los estímulos mentales que propician una visión u otra, del mundo que los rodea.
Hasta cierto período de la evolución personal, preocupa mucho sustentar el pensamiento en las bases que han fabricado otros, a los que se cita con unción, como para justificar la poca solidez de los propios criterios. Pero se alcanza un momento en el que uno se despoja de los aderezos ajenos y se presenta vestido a su manera, sin importarle lo más mínimo si se convertirá, a su vez, en cita obligada, o en pensador de todo a cien: es la madurez. Que no es igual a edad, sino a la conciencia de utilidad que tiene quien llega a mayor, y de la que carece quien se apunta a viejo.
No pensar igual, no es dejar de hacerlo. Pero es evidente que en cierto momento se cambian los procesos mentales. No porque uno se convierta en más inteligente de lo que era hace diez años, sino porque estructura su pensamiento de manera diferente. Por lo pronto, se abandona la necesidad de demostrar. Las ideas ya no son verdad porque se demuestre que lo son, sino porque uno quiere que lo sean. Es la auténtica rebeldía que, contra los tópicos establecidos, no sucede en la juventud, donde todos se esfuerzan por seguir los patrones reinantes en ese momento (incluido el de parecer rebeldes), sino en la madurez profunda, cuando el mayor se libera de lo oficialmente correcto y, por tanto, obligatorio. Algo que ocurre naturalmente, como la aparición de las canas, y no porque quien llega a ello se lo haya propuesto de antemano. Sin embargo, resulta que los que más abundan son los que repiten los tópicos estereotipados y se sienten estupendamente haciéndolo. Podría parecer incomprensible, pero la razón es muy simple: se han rendido a la posibilidad de ser mayores… y son desgraciadamente viejos.
Sólo unos escogidos se atreven a pensar en la necesidad de pensar. ¿Por qué parece normal la manía de darnos todo pensado y considerar estupenda la repetición de lo que otros dijeron, o escribieron? ¿Qué instancias hay que cumplimentar para adquirir oficialmente el estatus de pensador por cuenta propia? ¿O para montar un súper de pensamiento casero? La filosofía no es más que el catálogo de respuestas que, los que no tienen nada que hacer, se empeñan en ofrecer a quienes no tienen tiempo de escucharlas. Con la curiosa circunstancia de que se considera monstruos del pensamiento a aquellos que jamás solucionaron un problema del hombre de la calle, pero que fueron capaces de escribir un libro para explicarlo.
Cuando se ayuda a la gente a alargar su pequeño pensamiento, se está haciendo filosofía. Tal vez los mayores no lo sepan, pero ellos son la auténtica escuela socrática, cada vez que pasean a sus nietos junto al estanque, y les ayudan a descubrir por qué un pato es un pato. En realidad, en esos momentos no está nada claro quien es el que enseña a quien, porque de estos encuentros tan dispares nace la relativización de las escalas y tamaños de los paseantes, por supuesto; pero también la de sus mundos interiores.
Los mayores bautizados en la catedral del tiempo, que mencionábamos antes, se reencuentran con su propio interior a través de los ojos inocentes que los observan. Es un enternecedor fenómeno que se repite continuamente, pero que no todos los que lo experimentan saben interpretar. Seguramente porque supone un desfase con los ritmos de la sociedad en la que viven. Cuando ellos eran físicamente jóvenes los relojes andaban mucho más despacio, lo que les permitía dedicar un tiempo a cada cosa. En cambio, en su segundo nacimiento se percatan de que todo es tan veloz, que sus grandes esfuerzos se dedican a seleccionar sólo unas pocas de las múltiples ofertas que pasan por delante de sus ojos, para poder disfrutarlas. Lo que es ciertamente agotador.
Es pues preciso racionalizar la serenidad, que es la consecuencia de la aceptación consciente de los propios límites. Tal vez este objetivo sea de los pocos que justifiquen el protagonismo de la razón sobre la pasión. Lo que sólo se puede hacer teniendo el valor de mirarse en el espejo y esbozando una sotorrisa unamuniana, al constatar que la distancia existente entre lo que uno se piensa y lo que es en realidad, es más amplia cada día. Para eso se instituyó el sacramento sagrado del humor, que nos perdona los costosos andamiajes de cartón-piedra que durante tantos años, hemos ido levantando a nuestro alrededor. En el trabajo, en el éxito, en la familia, en las relaciones sociales, incluso en las creencias religiosas.
El pensamiento se hace mayor, lo que no necesariamente significa más sabio, como repite el dichoso tópico. Bastaría con que se hiciera más sereno y fuera capaz de aceptarse tal como aparece diseñado en el nuevo bautismo. Con el humor suficiente como para reírse de uno mismo, aunque la gracia que haga sea bastante discutible.

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